El perico verde

Aratinga canicularis


–Tengo un perico verde.

La niña me había dicho esto para romper el hielo, para acercarse. Le pregunté si su perico verde tenía la capacidad de hablar. Me respondió enseguida que no medía más de diez centímetros y que aún era muy chico, pero que tenía también plumas rojas y amarillas.

No entendí del todo su respuesta e imaginé un gorrión enano al que hubieran torturado con óleos o acuarelas. La brusca imagen que imaginaba aumentó mi curiosidad, al principio nula.

—¿Tiene el pico en forma de gancho? —le pregunté.

Mi pregunta trataba de confirmar si verdaderamente se trataba de un perico, o solo de algún gorrión desafortunado al que pintaron de colores para que llamara la atención de los niños.

–Sí, como de un armador tiene; pero es azul y rojo, y negro también.

–¿El pecho de qué color es?

–Amarillito es, y azul…

Hubo un silencio. La niña repetía una y otra vez los colores que le venían a la cabeza, y me pareció que su relato no era sino una excusa para intercambiar palabras, una especie de conversación forzada para evitar el aburrimiento.

Luego se fue. Balbuceó todavía unas palabras y se fue poco a poco, tímidamente, hacia el regazo de su madre.

Pero yo seguía tratando de imaginarme al perico en su jaula, pequeño y verde de cabo a rabo, con el pico rígido y la lengua seca y salida.

Alcé la vista. La madre de la pequeña estaba en la cocina y miraba el piso mientras trapeaba. Advertí que sonreía por lo bajo y se ponía roja. Sus brazos se movían en vaivén, desesperantes. Pensé que si le apretaba un ojo o la nariz, la máquina se detendría y su expresión seguiría siendo exactamente la misma. La sentí ausente; trapeaba pero estaba en otro lugar, en el pasado. El movimiento pendular del trapeador marcaba el ritmo de su pensamiento. Me la imaginé hipnotizada, contemplando alguna escena de su infancia o un deseo no realizado.

—¡Hey! —le dije.

Pero no me escuchó.

No era la primera vez que la veía así, sus pómulos se encendían y su mirada perdida se centraba en el vacío. Su boca temblaba con una risa mínima y su emoción era neutra, indiferente.

Volví a mirarla. Parecía contenta y sus dientes amarillentos sobresalían en su rostro verdoso. No dije nada más, pero vi enseguida que su hija la contemplaba absorta desde un rincón. Con seguridad la analizaba, porque movía una y otra vez las cejas y daba pasos a lado y lado, ensuciando con sus zapatos las baldosas que la madre había trapeado. 

Cuando volví a ver a la madre vi que su rostro se había vuelto grisáceo, y alterado al ver que su trabajo era infructuoso –pues el lodo en el zapato de la niña volvía negras las baldosas–, quise hacérselo notar…

Pero cuando traté de mirarla vi espantado un rostro verde e hinchado, contrastando indefinidamente con su sonrisa amarillenta… 

Solo ahora comprendía el rostro nauseabundo y amarillo que la madre ostentaba cada vez que alzaba la vista para saludar. Comprendía también su obstinación en hablar bajito, como con esfuerzo, cada vez que repetía su “hola, hola”, casi inaudible. Y comprendía, por fin, la timidez intencionada con que la niña había llamado mi atención sobre su madre, la alegoría imperiosa que su piedad le hacía utilizar para describir con precaución a esa mujer, y la catástrofe fatal que es el efecto de que algunos hombres, pintando de colores futuros imposibles, quieran convertir a sus consortes en pericos verdes y enjaulados… 


03/2015

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