El repartidor de cigarrillos
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Duendecillo. |
Estaba atrapado en el centro de un chozón maltrecho y sucio, rodeado de abrigos, sacos y blusas negras, mallas y sombreros de toda clase. Barahúnda de seres que daban cabida al absurdo. Un cerquillo entre las mujeres y pulseras brillantes de cuero y plata en las muñecas de los hombres. El tono agudo mezclado al silencio grave de un grupo informe de observantes. Se calentaba, aún despierto, cerca del intento de fogata. Esperaba (sin saberlo, o al menos sin habérselo propuesto) alguna señal distinguible entre la multitud de rostros irreconocibles, hundidos en la penumbra o aletargados en sillones improvisados con tablones o chatarras. Irresuelto, perdido en sus bolsillos que tanteaba a intervalos de puro aburrimiento, trataba de encontrar esa señal, ese movimiento que le haga pensar de pronto en un túnel, en un canal que le dejara atravesar la turba sin tropezar con burdos obstáculos. Pero estaba (o se sentía) atrapado, y poco a poco el murmullo iba tornándose más alto, más chillón, hasta que le fue insoportable.
Aturdido, pensó en la única persona que le sería posible reconocer. La buscó ansiosamente durante cinco intensos segundos. Pero no la encontró. Cada vez más claustrofóbico, más perdido y más ajeno se ponía a pensar; pero de tan ofuscado los pensamientos empezaron a encausarse hacia adentro, hacia sus pulmones, hacia su espalda y cadera.
Pensaba en la multitud, en la opacidad y en el tenue calor en que quiso refugiarse. En la noche fría pero de pronto un rumor, un grito histérico le distraían y en su hastío los pensamientos no eran ya otra cosa que intentos desesperados por empujar esos gritos hacia afuera, lejos de su cuerpo. Porque esos gritos, esos rumores (le parecía que alternados con los brillos) se hundían insistentemente en su córnea, en su iris y hacia atrás, hacia su espalda y cadera, independizándose, maleando los omóplatos o la columna hasta rehacerlo, hasta transformar su cuerpo rígido en una ligera masa que se deformaba y volvía a formarse lentamente…
Se espabilaba, pero el rumor insistente lo enmudecía por completo. Se encontró con su mudez, se vio silencioso en contra de su voluntad y paulatinamente se halló sólo, desapercibido en medio de la multitud. Una sensación extraña le llevaba a pensar en una imposible pero latente invisibilidad. Sintió que nadie podía percibirlo, como si nadie pudiese siquiera verlo. Se alegró por un momento y sus pensamientos poco a poco volvieron a aclararse, hasta dejarlo campante en medio de esa bulla que ya ni siquiera escuchaba…
Pero no duró mucho. Casi en seguida le volvió a invadir un hastío infinitamente mayor al que experimentaba hace un momento. La sensación de pesadez llegaba a ser tan intensa que la sentía en su espalda, como una carga real (un costal lleno de piedras, algo como eso) que alguien le aventara insensatamente desde un tercer piso… (Y tan real le parecía la imagen arbitraria de su imaginación, que se doblaba hacia adelante y hacía ademán de llevar una carga…).
No sabía qué pasaba por fuera. Su sensación reinaba sobre la realidad, ridiculizando la materia al punto en que todo se veía tan nimio, tan extraordinariamente perecible, que resultaba aún más ridículo pensar en hablarle a alguien, en decirle algo a alguien o en tratar de mezclarse con esa situación ahora tan plástica, ahora tan ajena y sin sentido…
Pero las sensaciones que se intensifican a ese nivel son ajenas al tiempo, y no existe ser en el mundo que pueda medir su duración.
Instantáneamente todo era normal y la situación seguía siendo la misma: él en medio del gentío calentándose con las brasas de una fogata tibia.
***
Vuelto en sí se tanteó nuevamente los bolsillos. Repartió dos juegos de miradas hacia la multitud. Le pareció mirar a dos hombres mirándolo de reojo, por debajo de sus respectivas pestañas, y se asombró de que aún vuelto en sí percibiera algo extraño en el ambiente.
Todavía hastiado y claustrofóbico, pero ahora resuelto, con la mirada perdida y el sentido extraviado, metió las manos en un bolsillo y extrajo un paquete de cigarrillos, imaginándose que hiciera una mueca maligna, su sonrisa dentada e irónica frente a la abrupta calma de la turba…
Una especie de terror recorrió lentamente su cuerpo, ahora transformado.
Sintiéndose instrumento de la abulia general empezó a moverse. Dio un paso hacia adelante y se puso a mirar atentamente el lugar por donde vendría la señal…
Del lado derecho llegó una voz frenética que clamaba por un cigarrillo. Volvió la vista y vio a un hombre que se acercaba, pidiéndole sumisamente un Marlboro. Lo miró o hizo como si lo hiciera, pero en realidad se imaginaba a sí mismo mirando desorbitado, desde abajo, con una prominente joroba que le agachara como a un desgraciado… Le extendió en el acto la cajetilla casi llena y le instó a tomar más de uno. El hombre, indiferente, tomó un cigarrillo con la misma rapidez con la que se le había extendido la cajetilla, y desapareció entre las personas.
El murmullo aumentaba y la llama empezaba a crecer a sus espaldas. Dio dos pasos más hacia la gente, tratando de abrirse paso pero sin pronunciar palabra alguna, en la mano la cajetilla abierta y en el alma la sensación extraña, la sensación fría que le hacía imaginarse a sí mismo cien años más viejo, arrugado y con un bastón largo, un sobrero hermoso y zapatos de hebilla recién lustrados…
Por un momento, la sensación que lo motivaba le resultó ridícula… pero antes de que haya alcanzado a reírse vino alguien más, gritando sobre las cabezas:
-¡¿Alguien tiene un cigarrillo?!
Y, casi sin pensarlo, alzó nuevamente su mano, la puso en frente del que pedía y dio un tingazo desde abajo para que salieran los cigarrillos. El hombre tomó uno y sonrió con agradecimiento. Luego desapareció también entre la gente.
Siguió caminando, pero a cada paso la multitud parecía crecer y estrecharse en torno a él, en torno a él y a su ridícula idea que le hacía perderse y olvidar dónde estaba.
Al lado izquierdo vio de pronto abrirse un corredor, cercado por las espaldas de las personas. Se introdujo para alcanzar el borde de la multitud y desde ahí observar hacia el centro. Cruzó rápidamente, abriéndose paso entre los talones, aguantando con esfuerzo la turbación que le producía la bulla en aumento. El rumor del lugar le estremecía porque le hacía sentir una claustrofobia insuperable, una claustrofobia que en contra de su voluntad le arrastraba hacia atrás, le halaba siempre hacia el centro, impidiéndole dejar a la multitud.
Iba en silencio, esperando que nadie lo notara… pero ahora empezaba a cavilar y a pensar que le sería imposible salir en algún momento de allí... En medio de ese pensamiento escuchó al frente atropellarse un par de voces que le pedían otra vez un cigarrillo. La primera no había terminado cuando la otra (la voz dulce de una mujer) se atropelló sobre la primera y celebró diciendo: “Yo pedí primero”. Extendió entonces la cajetilla por encima del hombro del hombre y sonrió, sin decir palabra. Luego retrocedió un poco y dejó que el hombre tomara también su cigarrillo.
Ambos pasaron a su lado y fueron a perderse entre la multitud.
***
Cuando llegó al borde sentía como si estuviese amarrado a un elástico cada vez más tenso. Dio media vuelta y paseó la mirada entre la multitud. Por fin pudo reconocer, al otro extremo, un rostro familiar. Estaba justo en frente y lo miraba. Alzó la mano para saludarlo y sonrió con un gesto alegre, señalando con la cabeza hacia el desorden que reinaba entre ambos.
Se despidieron. Algo le decía que era hora de irse. La tensión le desesperaba. Casi no podía dar un paso sin sentirse atado, sin sentir que algo le halaba con fuerza hacia atrás, tratando de regresarlo hacia el centro…
Volvió a verse a sí mismo encorvado y pequeño, con una sonrisa dentada, maligna… y al instante un terror muy intenso invadió todo su cuerpo, dejándolo petrificado.
En ese momento explotó una botella de vidrio que sonó como quebrándose junto a sus oídos. Alzó la vista y, asustado, vio cómo la multitud celebraba los vidrios rotos, cómo todos se reunían a ver los pedacitos de botella y cómo la embriaguez se intensificaba.
Desconfiado, sin saber por qué, con la sensación del sonido explosivo aún en sus oídos, miró rápidamente a todos lados. La algarabía ebria de la multitud le pareció a la vez adorable y espantosa. Tomó aliento, y decidió salir de ese lugar…
Pero a pesar de que caminaba tratando de no pensar, y aún cuando lo lograba, la sensación de estar atado al centro lo sorprendía de pronto, le hacía recordar la misma mueca y verse otra vez pequeño, viejo, y le hacía sentir otra vez ese elástico, esa atracción inexplicable que le halaba hacia el centro de esa multitud enloquecida…
El fuego, a lo lejos, sonaba como un caldero del infierno…